Azucena se acercó con pasos firmes, los ojos llameantes, y volvió a alzar la mano, dispuesta a golpear una vez más.
Pero esta vez, Alfonso fue más rápido.
La sujetó con fuerza por la muñeca, deteniéndola antes de que la bofetada alcanzara a Anahí.
—¡Basta, madre! —gritó—. ¡No le pegues! ¡Es la madre de mi hijo!
En la oficina todo se congeló. El tiempo pareció suspenderse por unos segundos eternos.
Los ojos de Azucena se abrieron con un sobresalto genuino, el impacto la dejó sin aliento por un momento.
—¿Qué… qué acabas de decir, Alfonso? —balbuceó, como si le hubieran arrebatado el aire—. ¿Cómo puedes decir algo así?
Anahí, con la mejilla aun ardiendo por el golpe anterior, llevó la mano a su rostro. Sus dedos temblaban. Apenas podía contener las lágrimas, no por el dolor físico, sino por la humillación, la injusticia.
Entonces Edilene alzó la voz, con una mezcla venenosa de cinismo y burla.
—¿Y cómo estás tan seguro de que ese niño es tuyo, Alfonso? —dijo, como quien lanza una daga—.