Azul llegó a casa tambaleándose, con el rostro empapado en lágrimas, el alma hecha pedazos y el corazón en ruinas.
Llegó a su habitación, no se quitó el vestido de novia.
Apenas cruzó la puerta, sus piernas no resistieron más. Cayó de rodillas y, sin decir una palabra, se arrastró hasta su habitación, cerrando la puerta de un portazo detrás de sí.
Anahí y Rossyn, descompuestas por la escena que habían presenciado en la iglesia, la siguieron sin atreverse a decir mucho.
La encontraron hecha un ovillo en la cama, abrazando su vestido blanco como si en él pudiera retener un poco de dignidad, de consuelo… de amor.
—Azul, mi niña… —murmuró Anahí con la voz quebrada.
—Déjenme… por favor —susurró Azul con un hilo de voz, la mirada fija en la nada.
—Solo queremos estar contigo… —dijo Rossyn, arrodillándose a su lado.
—No… no puedo respirar. No puedo sentir nada. Déjenme sola —repitió, tapándose los oídos, sacudiendo la cabeza.
Ambas mujeres intercambiaron una mirada dolorosa.
Rossyn se levantó