—¿Qué dice? Señor… ¿Cómo sé que no miente? —exclamó la niñera, con los ojos muy abiertos, abrazando con más fuerza al niño que tenía tomado de la mano.
Hermes no pudo responder de inmediato. Sus ojos estaban fijos en los rostros de sus hijos, en esas caritas inocentes que lo miraban con asombro y un poco de miedo.
El corazón le latía tan fuerte que le dolía el pecho. No podía creer que, después de tanto dolor, de tantas noches llorando en silencio, los tenía frente a él.
—Pero… papi está en el cielo —dijo Hernán, con una vocecita temblorosa, como si recitara algo que había repetido muchas veces para convencerse.
Hermes sintió que una puñalada invisible le atravesaba el alma. El aire se le fue de los pulmones.
—¿Bajaste del cielo, papito? —preguntó Helmer con una mezcla de emoción y duda.
Hermes contuvo las lágrimas. Le ardían los ojos, la garganta se le cerraba. Tragó saliva, intentando que su voz no se quebrara.
«¿Les dijiste eso, Darina? ¿Tuviste el valor de inventarles una mentira t