Pronto, Azucena se fue, dejando tras de sí un silencio que pesaba como plomo en el pecho de Anahí.
El corazón le temblaba, sus manos frías apretaban el borde de la mesa como si así pudiera sostenerse, pero por dentro sentía que se quebraba.
No podía creer lo que acababa de pasar, no podía creer que todo se estuviera desmoronando tan rápido.
Pero lo que más le dolía, lo que verdaderamente la asfixiaba, era Alfonso.
Su rostro, su voz, su risa, incluso su olor… seguían grabados en su mente.
Y junto a esos recuerdos dulces, venenosos y constante, estaba la idea de que él la había traicionado. No podía apartarla. Esa herida latía dentro de ella como una llaga abierta, como un cuchillo mal sacado. ¿Cómo había podido? ¿Cómo había sido capaz de arruinar su supuesto arrepentimiento?
Las horas se deslizaron con lentitud insoportable.
Cada minuto era un peso, cada segundo, una punzada en el alma.
Cuando al fin se acercaba la hora de marcharse, Anahí tomó su bolso con la esperanza de huir, aunque