—¡No lo hice! ¡Te juro que no lo hice! ¡Jamás la engañaría!
La voz de Alfonso se quebró mientras trataba de alcanzarla con la mirada, pero Azucena, en medio del dolor y la furia, alzó la mano y volvió a abofetearlo con fuerza.
El golpe resonó como un eco de su decepción.
—¡No me mientas, maldita sea! —gritó ella, con los ojos llenos de rabia—. ¡Vi a esa mujerzuela salir de aquí! ¡La vi! ¿También vas a negarlo?
Alfonso se llevó la mano a la mejilla adolorida. Su corazón latía tan rápido que le costaba respirar. Tragó saliva.
—Madre… no sé quién era. ¡Te lo juro! Yo no la invité. No pasó nada, no hice nada.
—¡No me hables como si fuera estúpida! —rugió ella—. ¡Tú sabes perfectamente lo que hiciste! ¡Esa mujer estaba semidesnuda, Alfonso! ¿Y quieres que crea que fue una coincidencia?
Él no respondió.
En su mente, todo era confusión. Había tomado una copa, sí, pero no recordaba nada. Y lo peor: Anahí ya lo sabía.
Se vistió a toda prisa, tropezando con sus zapatos, con el alma hecha trizas.