Enzo llevó a Fernanda a su apartamento, sintiendo un profundo dolor al verla tan triste.
La tristeza en sus ojos era como un peso que le oprimía el pecho. Sabía qué había pasado por momentos difíciles, pero no podía imaginar la magnitud de su sufrimiento.
Con delicadeza, la recostó en su cama, como si estuviera tratando de protegerla de la crueldad del mundo exterior.
Después, salió de la habitación, dejando que el silencio se asentara entre ellos.
“Me duele verla así, no merece esto”, pensó, mientras se alejaba, sintiendo la impotencia de no poder hacer más por ella.
Al día siguiente, el sol entró por la ventana, iluminando la habitación con una luz suave.
Sin embargo, el despertar de Fernanda fue abrupto. Un grito escapó de sus labios, un eco de sus pesadillas que aún la perseguían. Enzo estaba allí, al lado de su cama, tomando su mano con ternura.
—Enzo… gracias por ayudarme —dijo ella, aun temblando, mientras trataba de calmar su respiración desbocada.
Con calma, comenzó a explica