Afuera, Alexis sentía que se le partía el alma en mil pedazos.
Caminaba de un lado a otro como un león enjaulado, se pasaba las manos por el cabello, apenas podía respirar.
Entonces, su madre llegó.
Lo vio y corrió hacia él, con el rostro tenso y los ojos empañados.
—Hijo… ¿Qué pasó? ¿Cómo pudieron hacerle esto?
Él no podía responder. Apretaba los puños con fuerza, su mandíbula temblaba. Las lágrimas le quemaban por dentro, pero no caían. Era demasiado orgulloso… o tal vez, simplemente estaba demasiado roto.
—Yo… —murmuró, mirando el suelo—. No debí dejarla sola. Algo dentro de mí lo sabía.
—Alexis… ella te engañó, sí. Pero no puedo desearle esto. Yo la quise… como a una hija.
—Y yo… la sigo amando. ¡Dios! ¡La sigo amando, aunque me haya roto el corazón!
Se llevó las manos al rostro, sofocado por la angustia.
—¡Sienna! —gritó, mirando hacia el techo como si ella pudiera oírlo—. ¡Te prohíbo morir! ¡No puedes dejarme así, no sin una última palabra, no sin una despedida!
Cayó de rodillas