Félix sintió el agua helada.
El río Blanc no tenía piedad: corría furioso, con corrientes que golpeaban su cuerpo con la fuerza de mil cuchillas.
Apenas logró estirar los brazos y, en medio de la desesperación, encontró a Orla hundiéndose.
Sus cabellos se enredaban entre sus dedos, la vio abrir la boca, abajo en el agua, en un grito que jamás se escuchó.
Con la fuerza de un desesperado, Félix la sujetó por la cintura, luchando contra la corriente que quería llevárselos a los dos.
En un último intento, extendió su mano libre hacia una rama que colgaba en la orilla.
Sus dedos sangraron al clavarse en la corteza, pero no soltó.
Gimió de dolor, de rabia, de miedo, mientras el río intentaba arrancarlos de su agarre.
—¡No te sueltes, Orla! —gruñó entre dientes, jadeando, con la garganta hecha fuego por el agua helada.
Ella estaba casi inconsciente, apenas tiritaba, con los labios ya morados. Si no la sacaba en ese instante, sabía que no sobreviviría.
Con un rugido animal, Félix logró impuls