Alexis conducía como un hombre fuera de sí.
El volante parecía crujir bajo la fuerza con la que lo sujetaba, y sus ojos, empañados de lágrimas, apenas distinguían el camino.
El motor rugía con desesperación, como si compartiera su tormento interno.
La noche, con su manto oscuro y las luces distantes, se volvía cómplice de aquella locura.
A su lado, Sienna permanecía callada. Su silencio era más ensordecedor que cualquier grito.
Miraba por la ventana, dejando que sus ojos se perdieran en el paisaje borroso, como si buscara escapar a través de la neblina que se extendía más allá del cristal.
De repente, la voz quebrada de Alexis irrumpió en el silencio:
—¿Es tu amante?
Sienna se giró hacia él, incrédula, con los ojos abiertos como si aquella pregunta le hubiese arrancado el aire.
—¡¿Qué?! —exclamó, sin comprender aún el alcance de sus palabras.
Él la miró de reojo, con el rostro endurecido por la rabia y el dolor.
Sus ojos estaban completamente anegados en lágrimas, el reflejo de un cor