Nelly salió del departamento tambaleándose, las manos firmemente sobre su vientre que dolía con intensidad creciente.
Cada paso era un desafío, como si su cuerpo entero se negara a moverse y, al mismo tiempo, gritara por ayudarla a avanzar.
La noche estaba silenciosa, solo el murmullo lejano de la ciudad la acompañaba, pero dentro de ella había un huracán de miedo, ansiedad y esperanza.
Su vecina, alertada por los gritos y la angustia, la observó desde el umbral.
—¡¿Niña, ya vas a parir? —preguntó, con una mezcla de preocupación y asombro.
Nelly apenas pudo asentir.
Llevaba una pequeña bolsa con lo esencial: un par de mudas, algunas toallas y lo que consideraba importante para su bebé, mientras sentía cómo cada contracción le doblaba el cuerpo y le hacía gritar en silencio.
No podía permitirse detenerse; cada segundo contaba.
—¡Te llevaré en mi taxi, vamos! —dijo la vecina, con una urgencia que parecía envolverla en un abrazo protector.
En ese momento, Nelly sintió que la mujer era un