Ella se quedó sin aliento, como si el aire hubiese huido de sus pulmones en un solo instante.
El corazón le golpeaba en el pecho con fuerza, mientras sus manos temblaban sobre la sábana blanca de la camilla.
El nudo en su garganta le impidió hablar por unos segundos, y las lágrimas, pesadas como piedras, amenazaban con escapar de sus ojos enrojecidos.
—Doctora… —su voz apenas fue un susurro quebrado—, por favor, no quiero que nadie sepa del embarazo. Nadie. Menos… menos mi esposo.
La doctora, con el gesto serio y una pizca de duda reflejada en los ojos, se tomó un instante antes de responder.
—Señora… —habló con suavidad, pero con firmeza—, ¿está segura de lo que me pide? Guardar un secreto así no es sencillo.
Orla apartó la mirada hacia un rincón, sintiendo cómo el miedo y la desesperación le ardían en el pecho.
—Estoy segura —respondió con un hilo de voz, casi suplicando—. Es mi decisión, doctora.
La mujer de bata blanca suspiró, comprendiendo la magnitud de aquella petición.
—Muy b