Demetrio sintió cómo la rabia le hervía en la sangre, un calor que le subía desde el estómago hasta la cabeza, dejándole la garganta seca y los puños temblando.
No podía creerlo. Toda su vida había estado construida sobre la mentira más dolorosa que alguien podía imaginar, y ahora la verdad lo golpeaba como un martillo, sin piedad ni aviso.
Sus manos se tensaron y, con un impulso de furia, tomó a Enzo del cuello de la camisa, levantándolo apenas del suelo, mientras sus ojos se llenaban de fuego y reproche.
—¡¿Por qué?! —gritó Demetrio, su voz resonando en la habitación—. ¡¿Por qué no me lo dijiste?!
Enzo, sorprendido por la violencia del ataque y la intensidad de la mirada de Demetrio, no pudo responder de inmediato.
Las palabras se le atoraban en la garganta, la culpa y el miedo, paralizándolo.
Cada músculo de su cuerpo temblaba, no de frío, sino de la tensión insoportable de aquel momento.
—Yo… tuve miedo… —logró balbucear, apenas audible, casi suplicante.
—¡Tú! —interrumpió Demetrio