Sienna se acercó a su hijo con pasos temblorosos, como si cada movimiento fuese un esfuerzo titánico.
El aire en la sala se sentía denso, cargado de un peso invisible que le apretaba el pecho.
Había tantas dudas martillando en su mente que apenas podía ordenar una palabra. Cuando por fin se detuvo frente a él, la voz le salió quebrada, con un ruego desesperado que provenía de lo más hondo de su alma.
—¡Háblanos, Enzo! —exclamó, con los ojos empañados—. Dinos… ¿Qué sucede?
El muchacho levantó la mirada. Sus ojos no eran los de siempre: había en ellos un dolor profundo, una tristeza que parecía arrancarle la vida poco a poco.
Sus labios temblaron antes de abrirse, como si confesara un pecado imposible de perdonar.
—Yo… —su voz era apenas un murmullo—. Yo tuve una relación con Johana… —hizo una pausa larga, donde el silencio se hizo insoportable—. Yo soy él… yo soy el padre de Ziara.
Las palabras se clavaron como cuchillos en el corazón de Sienna.
Sus ojos se abrieron desorbitados, horror