Meses después, cuando la vida parecía haberse acomodado en una dulce rutina, los pequeños corrían por el jardín como si nada pudiera interrumpir su felicidad.
Sus risas eran tan cristalinas que parecían campanitas meciéndose con la brisa, y sus pasos veloces dejaban el césped agitado, como si el propio suelo celebrara con ellos.
Demetrio, con la curiosidad y picardía que lo caracterizaba, se detuvo de pronto al observar a sus abuelos sentados bajo la sombra de un viejo roble.
La mujer leía en voz baja, mientras el hombre la contemplaba en silencio, con una ternura que parecía invisible para cualquiera, excepto para los ojos de un niño.
—¿Por qué los abuelos no están casados como todos los abuelos? —preguntó Demetrio con el ceño fruncido.
La pequeña Melody, un tanto confundida, encogió los hombros.
—No sé… pero yo quiero que se casen para siempre.
Aquella inocencia, tan pura y directa, encendió una chispa en el corazón de Demetrio.
Sus labios se curvaron en una sonrisa traviesa mientra