Pronto, llegó la familia al hospital.
El pasillo olía a desinfectante, las luces blancas parecían frías y distantes, pero nada de eso pudo opacar la emoción que flotaba en el aire. Eugenio caminaba despacio, con las manos entrelazadas tras la espalda, como si intentara controlar el temblor que lo invadía. Cuando por fin se detuvo frente al cristal de la sala de neonatos, lo vio.
Allí estaba, diminuto y frágil, dentro de una incubadora que lo protegía como un cofre de cristal.
El corazón de Eugenio se estremeció. Una lágrima, rebelde e incontenible, se deslizó por su mejilla arrugada.
Nunca había conocido a su hija Sienna al nacer, no estuvo ahí para tomarla en brazos.
Con su nieta Melody, la vida también lo privó de ese instante. Pero ahora, la existencia le concedía la oportunidad de contemplar a este nuevo nieto desde el primer respiro.
—¡Ah… es tan bello! —susurró con la voz quebrada, apoyando una mano sobre el cristal.
Entonces sintió un contacto cálido sobre la suya. Volteó y enc