Cuando Eugenio se marchó, la casa quedó en un silencio sofocante.
Félix permaneció un rato de pie, en medio del pasillo, con la mente nublada y el corazón, golpeándole como un tambor de guerra.
Subió la escalera lentamente, cada peldaño le pesaba como si arrastrara cadenas invisibles. Llegó hasta la habitación y empujó la puerta con suavidad.
Allí estaba Orla, tendida en la cama.
Fingía dormir, su respiración era tranquila, casi perfecta, pero él conocía su cuerpo, conocía la tensión que recorría sus hombros cuando estaba despierta y se negaba a mirarlo. Aun así, él quiso engañarse, quiso creer que podía acercarse.
Caminó hasta el lecho y, sin pensarlo demasiado, se recostó a su lado.
La rodeó con sus brazos, buscando ese calor que tantas veces lo había reconfortado.
Pero al instante en que Orla sintió su toque, el cuerpo de ella se tensó.
Se giró bruscamente, alejándose de él como si su piel quemara.
—¡No me toques, Félix! —gritó, con un nudo de rabia y de lágrimas contenidas.
Él se e