Orla entró en la habitación del hospital con pasos cautelosos, como si temiera que cualquier ruido brusco pudiera romper la frágil paz que reinaba allí.
Su corazón latía con fuerza y, al mirar a su madre tendida en la cama, sintió cómo una oleada de emociones la atravesaba de golpe.
Oriana Dalton estaba consciente, con los ojos abiertos, y cuando vio a su hija, levantó una mano temblorosa, casi implorando que la tomara.
Orla se acercó despacio, conteniendo la respiración, y tomó la mano de su madre con suavidad, intentando transmitirle calma a través de aquel gesto.
—Mamá… —dijo con la voz quebrada, con un hilo de llanto contenido.
—Mi niña… —respondió Oriana, con voz débil pero serena—. Mamá está bien, todo está bien.
Por un instante, ninguna de las dos habló.
El silencio era pesado, cargado de palabras que no se atrevían a pronunciarse. El dolor, la culpa, la incertidumbre… todo se mezclaba en el aire. Finalmente, Oriana rompió el silencio:
—¡No te divorcies, hija! No quiero esto par