La reunión es impecable. Mis palabras fluyen con una seguridad que no sabía que tenía, los números y proyecciones bailando ante los ojos del cliente como si hubieran sido creados solo para impresionarlo. O quizás, para impresionarlo a él.
Jesús permanece en silencio durante toda mi presentación, pero no necesita hablar. Basta con sentir el peso de su mirada sobre mí, caliente como el sol del mediodía a través de los ventanales. Cuando me atrevo a mirarlo, sus dedos golpean lentamente la mesa, siguiendo el ritmo de mi voz como si estuviera tocando una melodía solo para mí.
El cliente estrecha mi mano con entusiasmo feliz.
—Excelente trabajo, señorita. Su equipo tiene suerte de tenerla.
Jesús asiente, y en ese gesto aparentemente simple veo reflejado todo lo que nunca me ha dicho: el orgullo de un maestro, la satisfacción de un cazador y algo más, algo que me hace contener la respiración.
Es suficiente para mí. Es lo que siempre quise.
Al salir, Sofía pisa mis talones co