El restaurante está lleno de ejecutivos y el murmullo de conversaciones se mezcla con el tintinear de cubiertos. Alberto eligió el lugar, por supuesto. El mismo donde siempre almuerza Jesús. Justo el escenario donde Alberto se siente en su elemento.
—Este lugar es mediocre —dice Alberto, acomodándose en su silla como si fuera un trono mientras su dedo índice traza círculos condescendientes sobre el mantel—. Pero supongo que es lo mejor que hay en la zona para mentes poco refinadas.
Sus ojos escanean la sala con esa mirada calculadora que conozco demasiado bien, buscando reconocimiento, admiración, cualquier migaja de atención que pueda alimentar su hambriento ego.
Giro mi copa de vino, observando cómo la luz se refracta en el líquido rubí. Cuánto daría por que estuviera lo suficientemente llena como para ahogar no solo su voz, sino todos los pensamientos que retumban en mi cabeza desde que acepté esta cita.
—El arquitecto del proyecto del rascacielos del DF comía aquí —comento con es