Isabella cerró la puerta con un golpe seco, que retumbó por toda la casa como una sentencia. Su pecho subía y bajaba con fuerza, como si acabara de escapar de una tormenta… pero la verdadera tormenta, la que dolía, la que dejaba cicatrices, seguía ardiéndole por dentro.
Apoyó lentamente la espalda contra la madera fría, mientras sentía que las fuerzas comenzaban a abandonarla. Se quedó así unos segundos, mirando hacia la nada, con la respiración agitada y los ojos húmedos. Y entonces… se deslizó hacia el suelo. Sus piernas ya no la sostenían. Su alma, menos.
Sus rodillas tocaron el mármol helado y su cuerpo se encogió en posición de defensa, como si eso pudiera protegerla de lo que acababa de pasar. De lo que Marcos le había dicho. De cómo la había mirado. Como si de pronto fuera alguien sucio, indigno, alguien que había jugado con él.
Y no era así. Nunca fue así.
Una lágrima rodó por su mejilla, silenciosa y amarga. Y luego otra. Hasta que su rostro se volvió un mapa de dolor.
—Él lo