El reloj marcaba casi las nueve de la noche cuando Isabella por fin llegó a casa. El día había sido eterno, cargado de tensión y silencios que pesaban más que cualquier grito. A penas cerró la puerta de la mansión, se quitó los tacones con un suspiro agotado y dejó el bolso caer sobre el sillón de la entrada. Caminó hasta el comedor sin prender las luces. No tenía hambre. No quería cenar. No quería hacer nada más que entender qué demonios estaba pasando con Marcos D’Alessio.
Subió las escaleras con pasos arrastrados. Su cuerpo le pedía descanso, pero su mente era un campo de batalla constante. El recuerdo de la jornada le revolvía el estómago. La forma seca, cortante y casi cruel con la que Marcos le había exigido rehacer una y otra vez los informes —que estaban perfectamente elaborados— aún resonaba en su cabeza. Lo había hecho delante de todos, con una frialdad quirúrgica, como si de repente se hubiera olvidado de todo lo que había entre ellos. No había una mirada cómplice, ni un ge