El silencio entre ellos pesaba más que el aire. Marcos no se movía. Ella tampoco. Pero no hacía falta.
Ya se habían dicho demasiado… sin decir nada.
Isabella se dejó caer hacia él, casi imperceptiblemente. Como si algo invisible —más fuerte que su juicio— la empujara a rendirse. A dejar de fingir que lo que sentía no existía.
Sus labios se buscaron con ansias. Esta vez no fue un beso contenido. No fue duda ni nostalgia. Fue certeza. Urgencia. Un grito contenido por días. Por noches. Por tantas palabras que jamás se dijeron.
Marcos la sostuvo por la espalda, bajándola lentamente del escritorio sin romper el beso, sin dejar espacio entre sus cuerpos. Sus dedos temblaban, no por el frío, sino por lo que sabía que estaba a punto de suceder… de nuevo.
La llevó al pequeño sofá de la oficina, ese que parecía insignificante pero que ahora era el único lugar del mundo.
Ella lo miró por un instante. Sus ojos estaban oscuros, húmedos, confusos. No por tristeza. Sino por la tormenta interna que l