La mañana avanzaba con lentitud, como si el tiempo supiera que había algo que no podía decirse en voz alta. El tic-tac del reloj en la oficina de recepción parecía más fuerte de lo habitual. Charlotte revisaba papeles, ajena a la electricidad sutil que flotaba en el ambiente.
Isabella no había levantado la mirada del computador desde que se sentó. No porque estuviera concentrada —de hecho, no podía hilar más de dos líneas—, sino porque sabía que si sus ojos se encontraban con los de Marcos, toda la memoria de lo que había pasado volvería con una fuerza arrolladora.
Pero como todo lo inevitable… terminó ocurriendo.
A las 10:42 a. m. exactas, la puerta de la oficina del CEO se abrió. Marcos D’Alessio salió con su porte de siempre: impecable, elegante, con el rostro levemente tenso, como si fuera dueño del mundo y al mismo tiempo, esclavo de sus propias decisiones.
Charlotte lo saludó con un “Buenos días, señor D’Alessio” al que él respondió con un leve gesto de cabeza.
Pero sus ojos no