La puerta de la suite se cerró con un leve chasquido detrás de ellos.
Isabella avanzó unos pasos hacia el interior, sin encender aún la luz principal. Solo la lámpara cálida del rincón bañaba la habitación con un resplandor suave. Se quitó los zapatos con movimientos lentos, y luego caminó hacia la ventana, desde donde se veían las luces dispersas de la ciudad extranjera.
Marcos, en cambio, se quedó de pie junto a la puerta. Con las manos en los bolsillos, la observaba desde la sombra.
No era solo cansancio lo que llevaba en los hombros. Era una presión que le dolía en el pecho, una batalla entre lo que quería y lo que debía.
Ella giró apenas el rostro, notando su mirada clavada en su espalda.
—Mañana regresamos.
Él asintió, aunque sabía que ella no lo miraba.
—Sí. Es nuestra última noche aquí.
Isabella tragó saliva.
—Última noche —repitió, como si quisiera convencerse—. Y después, cada uno a lo suyo.
—¿De verdad eso es lo que quieres?
Ella se giró al fin. Tenía los brazos cruzados, y