El ruido del motor era constante, grave, pero nada comparado con el estruendo dentro de su cabeza. Marcos conducía con el ceño fruncido, los nudillos pálidos de tanto presionar el volante. Llevaba el cuerpo recto, el rostro tenso y la mirada fija en la carretera como si fuera un campo de batalla. Pero no eran los semáforos ni el tráfico lento lo que lo irritaba. Era él. Fernando Serrano.
Ese nombre lo había acompañado como una sombra durante años, pero ahora lo sentía como una daga clavada justo donde más le dolía: en el espacio que no sabía que había reservado para Isabella.
¿Por qué precisamente él?
¿Por qué tenía que ser Fernando quien rondara cerca de ella, de Sofía, de esa casa… de todo lo que empezaba a importar?
Su mandíbula se tensó más al recordar la escena. Isabella con la bata de satén, su cabello aún alborotado por el sueño, esa mirada evasiva cuando se mencionó a Fernando, el silencio contenido tras la frase de Sofía. Todo le gritaba que había algo más. Que Serrano no era