El cuarto de hospital estaba silencioso, salvo por el constante pitido de los monitores y la respiración controlada de Fernando. La luz de la tarde se filtraba por las cortinas, bañando la habitación con un tono cálido, pero incluso esa calidez parecía no llegar a calmar completamente la atmósfera cargada de tensión y emociones contenidas. Marcos estaba sentado en la esquina, observando con atención cada movimiento, cada parpadeo de su amigo, mientras Isabella permanecía cerca de la cama, atenta, pero sin acercarse demasiado para no abrumarlo. Leo, que había pasado la noche en vela, todavía estaba a su lado, con los ojos rojos por el cansancio, aferrado a su hermano mayor, temeroso de separarse por un instante.
Fernando parpadeó lentamente, y cuando abrió los ojos, fijó la vista en Leo. Su voz era apenas un susurro, débil, cargada de un hilo de emoción que se mezclaba con la confusión.
—Leo… —dijo lentamente, con esfuerzo—. Leo…
El niño, que había estado observando cada movimiento de