La noche se había vuelto más densa. Afuera, la lluvia había cesado, pero el viento seguía golpeando las ventanas con un gemido constante. En la habitación, solo el sonido pausado del reloj acompañaba el sueño intranquilo de Marcos.
Isabella dormitaba sobre el borde de la cama, con una manta sobre los hombros. Había pasado horas vigilando que su respiración no cambiara, que el color de su rostro no se apagara otra vez.
De pronto, un ruido seco la despertó.
Marcos se había incorporado de golpe, tosiendo con fuerza. Su cuerpo se encorvó, y un hilo de sangre manchó el pañuelo que alcanzó a llevarse a los labios.
—¡Marcos! —exclamó Isabella, sobresaltada, sentándose de inmediato.
Él intentó disimularlo, girando el rostro.
—No es nada... —murmuró, pero su voz sonaba ahogada, quebrada por el dolor.
Isabella le quitó el pañuelo y al ver la mancha rojiza, sintió que el corazón se le encogía.
—¿Cómo que no es nada? Estás sangrando, Marcos. Voy a llamar al doctor, o mejor te llevo al hospital ah