El reloj seguía marcando su paso constante, pero para Isabella, el tiempo parecía haberse detenido.
El silencio se había apoderado de la mansión, roto solo por el leve zumbido del viento y el crujir ocasional de las ramas golpeando los ventanales. Doña Martha ya se había retirado a su habitación, y Sofía dormía profundamente, agotada por el viaje.
Isabella, en cambio, no podía dormir.
Seguía en la sala, recostada en la puerta, abrazando sus propias rodillas. Llevaba horas allí, con la mirada fija en la oscuridad más allá del vidrio.
Sabía que Marcos seguía afuera. Lo había echado, sí, con toda la dureza que pudo reunir, pero su corazón se negaba a aceptar que lo hubiera dejado marchar de esa forma.
Cerró los ojos un instante, recordando el tono de su voz, esa forma en la que le dijo que no se iría hasta hablar con ella.
Lo conocía demasiado bien: cuando él decía algo, lo cumplía.
Suspiró profundamente, buscando calmar la ansiedad que le oprimía el pecho. El viento comenzó a soplar con