El sol se alzaba tímido entre las nubes cuando el sonido del timbre interrumpió el silencio de la mansión. Doña Martha, con su delantal blanco y sus pasos lentos, caminó hacia la puerta principal, sorprendida por la visita a tan tempranas horas.
Al abrir, se encontró con un joven mensajero sosteniendo un enorme ramo de rosas rojas, lirios blancos y gardenias recién cortadas, envueltas en papel dorado con un lazo burdeos.
—¿Entrega para la señorita Isabella Romano? —preguntó el muchacho, extendiendo el ramo.
Doña Martha lo miró con curiosidad y una pizca de tristeza. Desde hacía días, la casa estaba más silenciosa que de costumbre, y ese nombre… resonaba con un eco que traía recuerdos.
—Sí, muchacho. Pero la señorita no se encuentra en casa —respondió amablemente mientras tomaba las flores—. ¿De parte de quién son?
El joven negó con la cabeza.
—No lo sé, señora. Solo tengo la orden de entregarlas.
Ella suspiró, observando el ramo una vez más. El perfume de las flores llenó el aire con