Habían pasado ya seis días desde que Isabella partió.
Seis amaneceres en los que la mansión permanecía en un silencio inusual, roto solo por el sonido de los pasos de la señora Martha abriendo la puerta para recibir, puntualmente, los arreglos florales que llegaban cada mañana.
Cada día era un ramo más grande, más sofisticado, más perfumado que el anterior. Rosas blancas, lirios, tulipanes, y aquella flor azul que Isabella amaba, esa que solo Marcos sabía dónde conseguir. Los pétalos formaban un lenguaje que solo ellos podían entender, aunque Isabella no estuviera allí para leerlo.
La mansión, sin ella, parecía otra. Los ventanales dejaban pasar la luz, pero no el calor. Todo se sentía distinto, vacío, como si el alma de la casa se hubiera marchado junto con ella.
Aquella mañana, la señora Martha se disponía a recibir el ramo cuando el mensajero, con gesto apenado, extendió una notificación.
—Disculpe, señora —dijo el hombre—, es la quinta vez que entregamos flores y no son recibidas