El auto permanecía estacionado junto al camino de piedra que conducía a la tumba de Damián Echeverría.
El viento se había calmado, pero la tensión seguía flotando en el aire como un eco persistente.
Camilo, sentado en la parte trasera, mantenía los ojos húmedos, mirando a través del vidrio empañado sin pronunciar palabra. Era la primera vez que escuchaba aquella historia completa, y aunque su corazón estaba hecho pedazos, sabía que no debía interrumpir.
Frente a él, Victoria sostenía las manos de Marcos, que aún parecía perdido entre la confusión y el dolor. Ella lo observaba con ternura, con ese amor silencioso que siempre había sentido por él, un amor maternal y profundo que se mezclaba con la devoción hacia la memoria de su hermano.
La mujer respiró hondo y continuó con voz temblorosa, pero decidida.
—Después de esos días de angustia, todo se volvió gris, Marcos… —empezó, mirando hacia la tumba—. Recuerdo que el silencio en la casa era insoportable. Las paredes parecían llorar. Tu