El silencio era tan denso que se podía oír el propio corazón de Marcos latiendo con fuerza. El viento jugaba con las flores del cementerio, haciendo que algunas pétalos se desprendieran y cayeran suavemente sobre la lápida de mármol que llevaba grabado el nombre de su padre:
Damián Echeverría.
Hombre íntegro y eterno guardián de lo justo.
El sol de la tarde se filtraba entre las nubes, tiñendo de dorado las cruces cercanas. Todo parecía suspendido en un tiempo sin prisa.
Marcos permaneció de pie, con los hombros caídos, el sobre negro entre las manos. Lo miraba una y otra vez, sin decidirse a abrirlo. Su respiración se entrecortaba, y sus pensamientos se arremolinaban sin orden.
—¿Qué querías decirme, papá? —murmuró, con la voz quebrada—. ¿Cómo supiste que llegaría este momento?
Sus dedos temblaron al acariciar el sello de cera. Le pareció sentir el eco de la voz de su padre llamándolo hijo, con ese tono firme y sereno que le infundía respeto y calma a la vez. El sobre tenía aún un le