El reloj marcaba casi las diez de la mañana, y en la mansión aún reinaba un silencio incómodo. El sol se filtraba tímidamente entre las cortinas gruesas del cuarto principal, dibujando líneas doradas sobre el suelo. En la cama, Marcos seguía dormido, con el rostro cansado y la barba descuidada, algo que jamás habría permitido meses atrás.
Ese hombre que solía levantarse antes del amanecer para revisar contratos, asistir a reuniones y supervisar hasta el más mínimo detalle de sus proyectos, ya no existía.
Ese Marcos meticuloso, ambicioso, que imponía respeto y miedo con solo entrar en una sala, había desaparecido.
El nuevo Marcos parecía vacío. Dormía hasta tarde, pasaba los días encerrado, y cuando salía, su destino era siempre el mismo: un bar barato, lejos de la alta sociedad que antes lo adulaba. El personal de la mansión apenas se atrevía a hablarle; su mirada apagada bastaba para disuadir cualquier intento de conversación.
Camilo, mientras tanto, se había convertido casi en su so