El auto se detuvo lentamente frente a la imponente mansión donde vivía Isabella. La tarde se desvanecía en un cielo teñido de tonos grisáceos, y el viento arrastraba hojas secas por el camino empedrado que conducía hasta la entrada principal. Victoria observó la fachada silenciosa desde la ventanilla, sintiendo cómo una presión desconocida le oprimía el pecho. Aquella casa, tan elegante y perfecta, parecía estar envuelta en un aire de tristeza, como si incluso las paredes sintieran el mismo dolor que su dueña.
Tomó aire antes de abrir la puerta. El frío de la tarde la envolvió apenas puso un pie fuera del coche. Ajustó el abrigo sobre sus hombros y miró a su chofer.
—Espérame aquí, no sé cuánto tardaré —murmuró.
Él asintió sin hacer preguntas, aunque su mirada reflejaba cierta preocupación. Victoria caminó con paso sereno hasta la puerta principal. Cada paso sobre el suelo de mármol resonaba en el silencio del jardín, un silencio que pesaba. Cuando levantó la mano para tocar el timbre