El reloj marcaba las diez de la mañana y, por primera vez en años, el despacho de Marcos Echeverría D’Alessio permanecía vacío.
Los teléfonos sonaban sin respuesta, los correos se acumulaban, y los empleados se cruzaban miradas inquietas, sin comprender por qué su jefe —el hombre más disciplinado y puntual de la empresa— no había aparecido.
En la mansión, el silencio era denso, pesado. La lluvia había cesado, pero el cielo seguía cubierto, como si el sol se negara a salir.
Marcos estaba en el estudio, con la camisa desabotonada y la mirada perdida en la ventana. Sobre la mesa, una botella de whisky abierta y dos copas; solo una usada.
El líquido ámbar resplandecía con el reflejo del gris del día, mientras él daba otro trago, intentando ahogar la punzada que le atravesaba el pecho.
La puerta se abrió con suavidad.
—¿Puedo pasar? —preguntó Victoria, con esa voz serena que solo usaba cuando temía quebrarse.
Él no respondió. Solo se limitó a llenar su copa nuevamente.
—Marcos… —insistió e