El reloj marcaba casi las once. En la mansión reinaba un silencio tan profundo que incluso el crujido de la madera bajo los pasos de Victoria parecía una voz dentro de la quietud. Marcos había vuelto a la sala tras el llamado de su tía.
Estaba inmóvil, con la mirada fija en las brasas que morían en la chimenea. No había dicho nada desde que su tía lo había liberado de aquella promesa que lo ataba desde hacía tanto tiempo. Era como si su mente tratara de entender que, por primera vez, el futuro estaba realmente en sus manos.
Victoria lo observó durante un largo instante. Había en su rostro un cansancio sereno, el tipo de agotamiento que llega cuando el alma ha llorado en silencio. Finalmente, se acercó a él y se sentó en el sofá frente al suyo.
—Marcos —dijo con voz suave, casi maternal—, te amo como a mi propio hijo. Y aunque no siempre lo demuestre de la mejor manera, lo que más deseo es verte feliz. Voy a respetar tus sentimientos y no voy a pasar por encima de ellos.
Marcos levant