La noche había caído sobre la mansión con un silencio que se sentía pesado, casi solemne. El reloj marcaba exactamente las ocho cuando los faros del auto de Marcos D’Alessio se proyectaron sobre la entrada principal. Su puntualidad, como siempre, era impecable. Bajó del vehículo con paso firme, el rostro serio y el gesto sereno, aunque en el fondo sabía que la calma que mostraba no era más que una máscara para disimular la incomodidad que le causaba la cita con su tía.
Dentro de la mansión, Victoria lo esperaba en la sala, sentada en uno de los amplios sillones tapizados en tonos marfil. Tenía una copa de vino entre los dedos y la mirada fija en el fuego que crepitaba suavemente en la chimenea. Al escuchar los pasos de Marcos acercarse, respiró profundo y dejó la copa sobre la mesa. Su corazón latía con fuerza, pero su semblante se mantenía firme. Había esperado ese momento todo el día, con una mezcla de ansiedad y esperanza.
Marcos cruzó el umbral de la sala, y su sola presencia llen