Marcos subió lentamente las escaleras hacia su habitación. Cada paso resonaba con el peso de sus pensamientos. No sabía si huía de la conversación con su tía o de sí mismo. Cuando finalmente cerró la puerta, apoyó la espalda contra ella y suspiró con cansancio. La noche se sentía espesa, pesada, como si el aire mismo lo obligara a pensar en todo lo que había evitado durante años.
Caminó hacia la ventana, sin encender las luces. La luna iluminaba parcialmente la habitación, y en su reflejo podía distinguir su propio rostro cansado, los ojos ojerosos y la expresión perdida. No era el hombre fuerte y decidido que todos conocían. En ese instante, el gran Marcos Echeverría D’Alessio parecía solo un hombre acorralado por sus propias decisiones.
Se pasó una mano por el cabello, tratando de calmarse, pero el corazón le latía con fuerza. No podía negarlo más: amaba a Isabella. Aquel sentimiento había crecido sin permiso, sin lógica, sin advertencias. Había querido negarlo, ocultarlo bajo la ex