La noche se había asentado con suavidad sobre la mansión, y la calma que la oscuridad traía contrastaba con la actividad del día. Isabella ya descansaba profundamente en la sala, acurrucada bajo la manta que Fernando había colocado con cuidado más temprano. Su respiración era lenta, uniforme, y su semblante mostraba signos de alivio, aunque todavía se percibía un ligero rubor en sus mejillas por la fiebre que había tenido. Fernando permanecía a su lado, observándola con discreción, asegurándose de que cada gesto, cada movimiento, indicara que estaba estable.
Cada vez que Isabella movía levemente la cabeza o ajustaba la posición de sus brazos, Fernando suavemente colocaba un cojín para que quedara más cómoda. No había prisas; cada acción estaba cargada de paciencia y cuidado. La cocina ya estaba limpia y ordenada, y él se sentía satisfecho por cómo había preparado el caldo, recordando aún las enseñanzas de la madre de Marcos y cómo ese gesto simple podía significar tanto.
—Descansa, Is