El primer rayo de sol atravesaba las cortinas de la habitación, tiñendo la habitación de un dorado suave que apenas lograba tocar el rostro de Isabella. Sofía se había despertado temprano, como siempre, pero notó de inmediato que su hermana seguía profundamente dormida, demasiado profunda para la hora. Caminó hacia su cama con cuidado, procurando no hacer ruido, y se inclinó sobre ella.
—Isabella… Isa, despierta —susurró, tocando suavemente su hombro.
Isabella no respondió, y al inclinarse un poco más, Sofía sintió el calor que irradiaba su cuerpo. Su frente estaba caliente, casi ardiendo bajo la piel de porcelana de su hermana. Alarmada, se separó un poco y miró a Isabella con preocupación.
—¡Isa! —exclamó más fuerte, sacudiéndola suavemente—. ¡Estás ardiendo!
Isabella gimió débilmente y se removió entre las sábanas, con la cara enrojecida y la respiración agitada. Sofía no dudó ni un segundo: saltó de la cama y corrió hacia la puerta, gritando hacia abajo.
—¡Martha! ¡Martha! —llamó,