Era temprano en la mañana. El cielo apenas empezaba a clarear, tiñendo de tonos anaranjados y suaves azules las calles tranquilas de la ciudad. Fernando había salido como todas las mañanas a correr; el aire fresco golpeaba su rostro, despejando la mente, acostumbrado a que el inicio del día comenzara con disciplina y rutina. Su cuerpo estaba acostumbrado al ritmo matutino, a los pasos rápidos, a la sensación de control que le daba recorrer kilómetros mientras el mundo todavía dormía.
Al regresar a la mansión, con la ropa deportiva aún húmeda del sudor de la carrera, Fernando entró con paso firme, respirando con la regularidad de alguien que había usado la mañana para ordenar su mente y prepararse para el día. Sus ojos se posaron de inmediato en Leo, quien estaba revisando algunos papeles en el despacho. El silencio de la casa matutina se rompió con la voz de Fernando, cargada de energía y costumbre:
—Buenos días —dijo, todavía con el pulso acelerado por el ejercicio.
Leo levantó la vi