Los días iban pasando en la oficina y, con cada jornada, Isabella parecía más distante. Incluso cuando Fernando estaba a solas con ella, esa calidez que antes surgía de manera natural había desaparecido, reemplazada por una seriedad casi cortante. Cada gesto, cada mirada, se volvía medida, y su sonrisa, antes habitual, se volvía un reflejo fugaz que apenas rozaba sus labios.
Fernando lo notaba con creciente preocupación. Cada vez que ella se alejaba, o cuando respondía con monosílabos, sentía que algo se rompía entre ellos. Esa frialdad lo inquietaba, porque no era solo una barrera temporal; parecía una línea divisoria que Isabella estaba trazando con determinación.
Un día, mientras revisaban unos documentos en la sala de reuniones, Fernando no pudo contenerse. Su voz, normalmente firme pero cálida, se cargó de tensión.
—Isabella… ¿qué está pasando? —preguntó, sin ocultar la frustración—. No entiendo por qué me tratas así, incluso cuando estamos solos.
Isabella levantó la vista de los