Fernando entró de golpe en la sala, la respiración agitada, los puños apretados y los ojos inyectados en sangre. Cada paso que daba parecía resonar con fuerza contra las paredes, como si la ira que lo consumía pudiera romperlo todo a su paso.
—¡Esto es culpa tuya, Marcos! —gritó, su voz temblando entre la rabia y el dolor—. ¡Si hubieras estado allí, si hubieras hecho lo que debías… Adrián todavía estaría vivo!
Marcos se tensó de inmediato. Su rostro serio se endureció, los ojos brillaban de enojo y sus propias emociones se mezclaban con el dolor. —¿Culpa mía? —replicó, con un grito que hizo eco en la habitación—. ¡Yo al menos hice algo por él! ¡Tú no estabas pendiente de nada! ¡No estabas allí cuando más nos necesitaba!
Fernando se acercó a él, la furia a punto de estallar, y su voz se rompió entre los gritos y el llanto.
—¡No fue suficiente! —gritó, golpeando la pared con el puño—. ¡Él murió y tú… tú no hiciste lo que tenías que hacer!
—¡¿Qué estás diciendo?! —Marcos levantó las mano