Fernando despertó lentamente, con la anestesia todavía pesando sobre su cuerpo. La luz blanca del quirófano le quemaba los ojos, y un dolor sordo en la zona del riñón le recordaba la magnitud del procedimiento que acababa de atravesar. Intentó incorporarse, pero su cuerpo lo traicionaba; la cabeza le daba vueltas, y la confusión lo envolvía como una neblina.
Mientras comenzaba a recuperar la claridad, su oído captó un murmullo de voces cercanas. Las enfermeras conversaban, sin percatarse de que él podía escucharlas. La anestesia nublaba su mente, pero algunas palabras lograron atravesar esa niebla:
—Ese hombre… tan joven, serio y frío… vendió los órganos por varios dólares a un extraño —decía una de ellas, con un dejo de desaprobación.
—Qué pena que haya dinero de por medio —continuó otra—. Si el joven Adrián, que se veía tan dulce y vulnerable, hubiera tenido esa oportunidad, tal vez no habría muerto.
Fernando parpadeó, intentando procesar lo que escuchaba. Su mente todavía estaba le