El auto se detuvo suavemente frente a un edificio discreto, casi escondido en medio de la ciudad. No había carteles luminosos ni música que saliera por las ventanas. Todo lo contrario: una fachada antigua, restaurada con esmero, y jardines perfectamente cuidados que parecían resistirse al paso del tiempo.
Isabella levantó la vista con curiosidad, todavía con el ramo de flores entre sus brazos, y frunció el ceño.
—¿Dónde estamos? —preguntó, ladeando la cabeza con intriga.
Fernando descendió primero y, con la calma que lo caracterizaba, rodeó el auto. Como todo un caballero, abrió la puerta de su lado y extendió la mano para ayudarla a bajar. Isabella sintió la firmeza de su agarre y un escalofrío recorrió su piel.
—Ven —murmuró con una sonrisa enigmática—. Confía en mí.
Ella lo siguió, aunque su corazón latía desbocado. Subieron por unas escaleras de piedra hasta llegar a un hall circular que los recibió con un silencio solemne. Isabella parpadeó varias veces, incrédula.
Era un observa