El silencio de la oficina de Marcos D’Alessio era tan denso que se podía cortar con un cuchillo. Las luces de la ciudad parpadeaban a través de los ventanales, recordándole que allá afuera todo seguía su curso, indiferente a la tormenta que se gestaba dentro de él.
Isabella acababa de marcharse con Fernando. Esa imagen, grabada a fuego en su memoria, era más de lo que su orgullo podía tolerar: ella recibiendo flores, sonriendo con dulzura, entrando al auto como si no existiera nada más. Y Fernando… ese maldito Fernando, mirándolo con burla desde abajo, como si lo desafiara abiertamente.
Marcos apretó los puños con tal fuerza que sus nudillos se pusieron blancos. De pronto, el rugido de su rabia estalló: con un golpe brutal lanzó al suelo los documentos que reposaban en su escritorio. La laptop se cerró de un manotazo y cayó de lado, los portarretratos se estrellaron contra el suelo. El eco del estruendo rebotó en las paredes, pero nada bastaba para apagar el incendio que ardía dentro