El reloj marcaba las cinco en punto y la oficina de Marcos D’Alessio seguía iluminada por la luz fría de las lámparas. Los documentos estaban esparcidos sobre el escritorio, pero ninguno de los dos hombres les prestaba atención. El silencio se había roto con la confesión más grande que Marcos le había hecho a su mejor amigo.
Camilo lo observaba con los ojos muy abiertos, como si aún intentara procesar lo que acababa de escuchar. Luego, de repente, una carcajada salió de su boca.
—¡Esto es una cosa de locos! —exclamó, dándose una palmada en la pierna—. Jamás me imaginé que el gran Marcos D’Alessio fuera tan macho.
Marcos frunció el ceño, incómodo.
—No es gracioso, Camilo.
Pero el otro no se detuvo. Caminó por la oficina, señalando a su amigo con aire burlón.
—¡Claro que sí! Tú, el hombre más rígido, más calculador, el que parecía de hielo. Te juro que hasta llegué a pensar que no te gustaban las mujeres, que más bien te gustaba yo —rió aún más fuerte—. ¡Y ahora resulta que no solo tien