El reloj de la oficina marcaba las 4:45 de la tarde, pero para Marcos el tiempo parecía detenido. Aún podía sentir el eco de los pasos apresurados de Isabella al salir, como si esa puerta cerrada siguiera pesándole en el pecho. Se había quedado de pie junto al escritorio, con los hombros tensos y las manos metidas en los bolsillos, evitando mirar de frente a su mejor amigo.
Camilo, sentado en la butaca frente a él, lo miraba con calma, aunque sus ojos lo escudriñaban con esa destreza de años de amistad. No necesitaba palabras para saber que Marcos estaba al borde del colapso.
—Ya valió, hermano —dijo de pronto, rompiendo el silencio con una sonrisa ladeada—. No me digas que todo está bien, porque te conozco mejor que nadie.
Marcos intentó sonreír, pero lo único que consiguió fue apretar más los labios.
—No es nada, Camilo.
—¿Nada? —Camilo soltó una risa breve y negando con la cabeza se inclinó hacia él—. Desde que llegué estás raro. Te brillan los ojos de tensión, no de alegría. Y esa