El aroma a pan tostado y café recién hecho se colaba por las rendijas de la casa como un susurro amable que anunciaba el nuevo día. Isabella entreabrió los ojos, aún acurrucada en una esquina del sofá, con la manta cubriéndole parte del cuerpo y el cabello alborotado por el sueño. Por un segundo, no recordó dónde estaba. Pero al girar el rostro y ver el respaldo del sofá, el silencio cómodo de la sala y el leve sonido de una sartén al fondo, todo volvió a ella como un eco tibio.
La noche.
Él.
Su respiración aún viva en su cuello.
El vaivén lento de dos cuerpos que finalmente se encontraron.
Se incorporó con lentitud, intentando acomodarse la bata de satén sin hacer ruido, pero no tardó en escuchar su voz:
—Buenos días.
Era grave, serena… y cálida. Un tono nuevo. Un tono que ella no estaba acostumbrada a escucharle.
Lo encontró en la cocina, de espaldas, con una camisa blanca ligeramente arrugada —probablemente la primera que encontró— y los puños remangados hasta los codos. Se movía c