Ahora era el jefe mayoritario, el Sr. Maillard para todos. Y habiendo conseguido mis propósitos profesionales, era hora de continuar lejos de Londres. Pero yo seguiría siendo el jefe, aunque me alejara a otro lugar más soleado y cerca de mi hogar. Ahora, sentado en aquel vuelo de camino a casa, pensaba en el camino que estaría dispuesto a seguir para sentirme algo más como el Peter de siempre, esa versión de mí mismo que había llegado a extrañar. - ¡Ups, lo siento! - fue lo primero que oí de sus labios al rozar mi mano por error. Inconsciente aún de que aquel encuentro, aquella mujer, cambiaría mi mundo, para siempre.
Leer más— ¡Señor Maillard! —gritó una voz que reconocí levemente casi sin aliento y acercándose rápidamente por mi espalda.
Me volteé de inmediato en respuesta automática. Por supuesto, era quien ya suponía quien caminaba precipitadamente hasta mi posición.
—Dígame señorita Smith ¿necesita algo? —contesté lo más formal que pude y formando una expresión desinteresada.
—Bueno, disculpa Peter… —dudó ella al tutearme una vez más en aquella noche —. Solo quería agradecerte lo que has hecho por mí todo este tiempo, antes de que te marcharas, estos años han sido muy importantes para mí.
Le sonreí complacido sin saber bien a qué se refería, queriendo rememorar si quizá, hubiese hecho algo especial por ella en los dos años que habíamos pasado siendo compañeros de empresa. No, nada especial se me venía a la cabeza. Así que supuse que simplemente era su manera de acercarse a mí con el halago más simple y común que se le pudo ocurrir.
¡Típico! Pero, ¿qué esperaba que yo hiciera?
—No hay de qué —solté involuntariamente como solía hacer por simple educación —. A partir de ahora tendrá otro cargo más exigente, así que será una buena manera de ponerse a prueba. Estoy seguro de que no cederá ante la presión, señorita Smith —añadí sonando diligente y amable.
Durante un incómodo silencio, ella me miró con la intensidad de llevar consigo un mensaje explícito que yo comenzaba a descifrar. Como si el entorno bullicioso no le molestara en absoluto, me sonrió complacida. Era extraño, pero mantuve el tipo manteniéndole la mirada sin dudar. Achiqué los ojos, llegando a una conclusión...
¿Acaso me estaba provocando?
—Me alegra que lo vea así señor —añadió casi en un susurro acercándose un paso más a mi posición —. Su opinión es de lo más valiosa para mí, mi adorado Sr. Maillard.
Aquella frase chocó en mi rostro como una oleada de connotaciones de tentativa, pareciéndome tan excitante, tan exigente y real. Un reto. Y sin pensar en todo lo que podía alejarme de ella, me sentí empujado a dejar salir sin más, esos instintos tan primitivos que solía ocultar.
Un calor embaucador recorrió mis sentidos, seguramente reflejándolo en mis ojos, animando a la sexy secretaria a actuar. Astutamente aprovechó mi flaqueza acortando del todo el espacio entre nosotros sin que quisiera detenerla.
Sus labios carnosos se pegaron a los míos demandantes, como buscando saciar un deseo tan contenido que ya solo les quedaba ceder por presión. Era hechizante la manera en que me sentía, como si un halo de nubosidad hubiese impactando de lleno, llevándose mi fuerza y mi voluntad. Pero, ¿¡qué coño estaba haciendo!? ¿Acaso estaba tan borracho que no me opondría? Ni siquiera podía contestarme a eso, pues continué el beso con la misma necesidad y sin medida.
Mis manos parecían tener vida propia, agarrándola nuevamente hasta pegarla a mi cuerpo. Su calidez era intensa, compensado con el fresco habitual de las noches londinenses, tan cálido como el deseo que sentía en aquel instante por poder poseerla. ¡Sí! susurraba mi macabro instinto ególatra, ese deseo era de lo más delicioso y candente. ¿Cuánto hacía que no me tomaban de sorpresa de aquel modo? No se me venía ninguna situación igual a la cabeza.
¡Aquello estaba mal! Susurró muy bajito una parte de mí, pero la ignoré a conciencia.
La dejé proseguir sus antojos, con los juegos preliminares durante el corto camino hacia mi apartamento. Por descontado, ella había dado mi dirección al taxista que nos llevaba, quien intruso y curioso, era testigo de nuestro magreo en la parte trasera del oscuro vehículo, tan antiguo como acogedor.
Sí, seguro que debería haberte alertado ese extraño conocimiento sobre mi domicilio, para ella había sido tan fácil decirlo, como haber dado el suyo propio. Y sí, era una verdadera secretaria tóxica, pero ¿¡qué m****a!? Ahora solo me importaba lo bien que se frotaba contra mi entrepierna abultada. ¡Oh sí! susurraba mi animal interior.
¡Menuda eficacia!
No tardaríamos en llegar a mi apartamento, donde podríamos culminar con el desespero de nuestro apasionado encuentro.
La observé sonreír victoriosa, viéndome tomarla como si nada me contuviera en aquel momento. Parecía que finalmente, había obtenido la parte de mí que tanto anhelaba, esa sin el filtro de jefe firme e inerte que solía mostrar. Mi verdadero lado salvaje había salido a flote y yo ni siquiera había sido consciente de ello. ¿De verdad deseaba a aquella mujer? o, ¿solo me había dejado llevar por mi ego insaciable de poseerla? Ahora eso se quedaba a un lado, ajeno a las pasiones que necesitaba desatar.
—Sabía que esto ocurriría tarde o temprano —susurró en mi oído mientras se contoneaba sobre mi miembro erecto —, siempre he sabido que yo no le era indiferente, mi sexy y apasionado jefe. Ahora... —exhaló en un gemido —, no le dejaré escapar.
Pero yo no podía concentrarme en sus palabras, solo el placer explotando en ráfagas por todo mi cuerpo y que me invadía sin contemplaciones. Sí, muy bien hecho machote, agradecía mi fuero interno, al fin has podido saltarte tus arbitrarias normas de conducta.
Eso era lo que había hecho.
¡Joder, aquello estaba mal! volvía a susurrarme la razón.
Gisela Smith, esa chica seductora y mi fiel empleada, ahora era una más en mi lista de ligues pasajeros. Otra víctima de mis escarceos fortuitos y otra más, de las que dejaría marchar.
La miré caer henchida de placer junto a mi cuerpo desnudo, con una carcajada como triunfo, el pelo destartalado y la ropa a medio quitar. Cerré los ojos recomponiéndome y sin saber bien, qué m****a era lo que me acababa de pasar.
Yo era en primer lugar, Peter Maillard, su jefe y a quien ella debía respetar ante todos los que ahora murmurarían. Jamás habría un nosotros, ni allí ni en otro lugar. Pero ¿cómo hacer que aquel desliz no se convirtiera en un secreto a voces dentro de mi empresa? Mi nombre y mi imagen serían constantemente arrastrados por los suelos. Ya no tendría paz ni sería un ejemplo a seguir.
¡Ahora sí que la has cagado gilipollas!
Me iría lejos, me repliqué como solución al problema, en unas pocas horas desaparecería de su vida, y de aquella habitación aún con el tenue aroma de mi error garrafal. Sí, aquello estaba realmente mal y esperaba que las consecuencias no me castigaran para variar.
Dos años habían pasado desde la noche de nuestro apasionado reencuentro. En cambio, ahora me tocaba regresar a un hogar vacío tras terminar una intensa jornada de trabajo. Debía admitirlo, en estos últimos días me había empeñado en alargarlas a conciencia, sobre todo porque necesitaba mantener mi mente ocupada intentando no estar triste por su ausencia. Olympia había vuelto a marcharse, dejándome una vez más en la más absoluta miseria. No era extraño para mí, que una mujer tan vital como Olympia, desease volver a su antigua rutina de viajes incesantes, idas improvisadas a distintos parajes del mundo, volviendo a ser fiel a su lado nómada y aventurero. ¿Y qué podría hacer yo para evitarlo? Nada. Porque así es el verdadero amor ¿no? Me tiré en el amplio sofá sin disimular mi agotamiento, quedándome absorto en el atardecer otoñal de las islas que comenzaba a teñir de un tono anaranjado la inmensidad del cielo, pero eso tan solo me hacía extrañarla un poco más, pues solo ella era q
Las miradas se concentraron en el centro de la sala, algo más iluminada que los extremos ocupados por cuerpos sudorosos, llevados de pasiones que no conformes, la admiraban como una tentativa más, distrayendo a algunos, provocando a muchos otros, hombres y mujeres que suspiraban por saborearla. No obstante, yo supe apreciar que algo había cambiado en ella y su innata osadía, y no sabía bien cuánto, hasta que vi la actitud severa con la que Olympia reaccionaba a las tentativas de varios hombres que se acercaban con intención de poseerla. Lo confirmé mirando a Richy, a quien tampoco le pasó desapercibido aquel detalle, quedando atento, con el ceño fruncido y a la espera. Contestando sin palabras que, claramente, mi presentimiento no iba mal encaminado. Un último individuo la hizo luchar por zafarse, agarrándola con una lujuriosa brutalidad que parecía disgustarla, haciendo que me pusiera en pie automáticamente en alerta. La norma del Pandora era tajante en cuanto a la participación
La semana había comenzado con grandes dosis de optimismo ante la noticia de volver a ver a Olympia, llevándome a esforzarme por mantener la espera como una etapa más antes de recuperarla. Así que me dispuse a organizar todo en nuestro hogar para su llegada y así mantenerme ocupado para soportar la ansiedad causada por el lento pasar de los días. Las mañanas, siempre cargadas de reuniones y nuevos proyectos para el inicio de la nueva temporada alta, que coincidía con la llegada del suave invierno subtropical, me ayudaba a pasar la mayor parte de la jornada alejado y sin notar la soledad de un hogar vacío como parte de mi marcada rutina. Mantenía el contacto con mi familia en esos momentos, o torturando a Richy casi a diario, sobre todo cuando me azoraba la angustia de que algún cambio de última hora alterara nuestros planes. Pero para nuestra suerte, todo seguía en pie y dispuesto para cuando llegase el día. —Saldrá bien ¿verdad amigo? —le insistía en esos momentos donde el tem
—A ver guapetón ¿acaso crees que mi reinita me darías detalles a mí? Ella me conoce como si me hubiera parido, y sabe de sobra que soy una enamorada de la idea del amor. A pesar de adorarla y que, yo mismo le aconsejé que mirara por su propio bienestar. Cariño —prosiguió con sus explicaciones a modo de monólogo — ¿quién esperaría este cambio repentino en los acontecimientos? Ahora no me queda otra opción que ser tu cómplice, y eso también es lo que temería mi amiga. — ¡Pues piensa Richy! —insistí sin disimular mi desespero —, tiene que haber algo que se nos esté pasando por alto... —Ay —murmuró como en una tragicomedia —, quien me iba a decir a mí que en plena luna de miel iba a estar en modo detective súper sexy, en el rescate de una novia a la fuga... — ¡Richy! por favor —dije haciendo notoria mi acortada paciencia —, necesito que te tomes esto en serio... —Sí, sí, perdona es que mi marido en bañador me distrae demasiado —bromeó dramáticamente, a pesar de que yo no tuviera
Avisté cómo nos acercábamos al alto edificio de apartamentos, ya iluminado al anochecer, con los nervios gobernando cada una de mis habituales acciones. Mario se mantenía callado, absorto en sus pensamientos, pero con la agitación plasmada en los repetidos movimientos espasmódicos de su pierna. Al menos, podía consolarme al saber que éramos cómplices a favor de enfrentarnos al delicado encuentro con la culpable de nuestro dilema. Entré al hall con paso firme y sin titubear, en dirección al ascensor, con mi acompañante intentando seguir el ritmo de mis pasos. — ¡Señor! —exclamó el conserje en su inglés nativo, llamando mi atención —. ¡Señor Maillard, le han dejado un mensaje urgente! Cesé mi avance bruscamente alertado por aquellas palabras y con el gesto impaciente, tomando el extraño papel que me mostraba para observarlo sin sentirme capacitado a leer su contenido. — ¿Quién ha sido? —pregunté con el desbocado latido de mi corazón resonando en mis oídos, haciéndome temer sa
Después de dos semanas sin cambios, la desesperanza era notoria en cada paso que daba. Mi vida se desmoronaba y me sentía prisionero de mis propias decisiones. Olympia se impacientaba, haciéndome ver sus dudas sobre mis verdaderas intenciones y mis sentimientos hacia ella. —Ya no lo sé —contestaba bruscamente tras escuchar mis promesas de amor a distancia —. El saber que ella está ahí, contigo. Tiene a tu bebé y eso les unirá para siempre. Yo... solo siento que estoy de más en esta historia Peter —confesaba con voz de derrota —. Ya no puedo seguir destruyéndome así... Un mar de incertidumbre nos alejaba, llenándola de inseguridades, apagando su habitual alegría y volviéndola más fría y distante conmigo. El pánico me invadía, pues conocía bien lo capaz que era Olympia de apartarme de su vida si eso significaba, poder aliviar el dolor que mi abandono le causaba. —No prometas nada —me interrumpía —, ya has roto demasiadas promesas en estos días... Y eso me mataba. Me sentía como
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